Historias de tango

QUE ME QUITEN LO BAILAO

El día de mi 13º natalicio, cuando cursaba el primer año en el comercial Nº 1 en Barracas, mis viejos, me regalaron el primer traje de pantalón largo.

Una vez que me lo probé, mi padre dijo que ya era un hombrecito. Y yo ni corto ni perezoso, con esa rebeldía que me salía a flor de piel, le dije que me enseñara a bailar tango.

Contrariamente a lo que esperaba, mi viejo me tomó de los hombros y me enseñó el paso básico de aquellos tiempos, que consistía en cuatro pasos. Comenzaba con la izquierda al costado, la derecha para delante, por afuera de la derecha de la mujer y luego la izquierda por dentro y la derecha se igualaba a la izquierda, cerrando el paso y me dijo que practicara bastante. Así lo hice. Un día que llovía, le dijo a mi madre que practicara conmigo, y viendo que ya lo sacaba bien, me tomó y me dijo como debía abrazar a la compañera y me dio las instrucciones para que le hiciera hacer un ocho para delante a partir del paso básico, trayendo a la compañera hacia mi costado derecho, adelantando ella el pie derecho y luego volviendo terminando el ocho hacia delante y la apertura y el cierre.

Con este bagaje de pasos me largué al convento de la calle Uspallata enfrente de la fábrica de papel “Kraft”, pues los días sábados por la tarde, se juntaba una gran barra para practicar tango.

En ese convento vivía la familia de Leonor, mi ex – niñera, y su hermano Juancito era un gran bailarín. Era una delicia verlo bailar Bugui-Bugui, Charleston, Pasodoble y por supuesto tango con cortes.

Él se acercaba, nos daba indicaciones, nos corregía o nos enseñaba a pararnos. Por supuesto, en el convento estaban las hermanas de los chicos de la barra con quienes practicábamos. No se porque, a mi siempre me gustaba practicar con chicas más grandes que yo.

De las pruebas del convento, nos íbamos a la función Vermouth, de la Federación de Sociedades Gallegas, que quedaba en San Telmo, en la calle Chacabuco y cuando este lugar estaba muy lleno, solíamos ir a la Sociedad Rivadumia, que quedaba en Independencia entre Chacabuco y Piedras.

Para mi suerte, cuando tenía diez y seis años, aprendí a bailar tango con cortes en el cabaret el “Dado Rojo”, sito en la calle Bernardo de Irigoyen cerca de Garay, entre la casa de deportes “Panizza” y el edificio de la confitería-panadería “Viñas” pegado al Cine-Teatro “Solís”. Toda esta edificación tirada abajo por la piqueta que abrió la Avenida 9 de Julio.

Algunas veces, que he contado esta historia, me preguntaban: ¡¿cómo un pibe de 16 años podía ir a bailar tango al cabaret!? y más de una vez he contestado que para eso hay que tener “carpeta”. Pero la realidad se la cuento seguidamente.

Un día, el primo de Pedro, me dio un sobre para que se lo alcanzara, que en ese momento estaría llegando al laburo. Pedro era el “métre” del cabaret en cuestión. Era el que abría el cabaret al personal, serían las veinte horas, de esta manera, entraban los mozos, y las “chicas”. Los mozos arreglaban todo para que tuviera buena pinta, inclusive limpiaban los espejos que había y las chicas luego de cambiarse se sentaban en una mesa para comer, lo que algún mozo les preparaba. El día que yo entré a llevarle el sobre a Pedro, las chicas estaban sentadas en una mesa comiendo una milanesa entre cuatro.

Pedro me recibió, me agradeció el servicio del sobre y me dio una “Pomona”, para que bebiera en la barra del mostrador. Cuando me despedí, al pasar por delante de la mesa de las chicas, una de ellas me preguntó si yo era amigo de Pedro, a lo que respondí afirmativamente y entonces, me dijo si no me daba vergüenza la cena que Pedro les daba. Yo me sonreí y ahí nomás les dije que les podría traer una picada de fiambres para cuatro, en tanto y en cuanto me enseñaran a bailar tango. A lo que respondieron casi a coro que aceptaban, pero que también tenía que llevar una botella de “novi totin”.

Quedamos que al otro día sería la primer clase.

Al día siguiente al mediodía me fui a ver a mi amigo “Mujica chico”, que era el repartidor de la rotisería que se encontraba en la calle Montes de Oca entre Caseros y Patagones y le pedí que me preparara una picada de fiambres para la tarde, que yo le pagaba.

“Mujica chico” era muy amigo mío, tenía unos meses menos que yo y habíamos hecho el primero inferior y el primero superior juntos, luego a mí me habían cambiado de colegio, pero como él vivía en el convento de la calle Ituzaingó donde nos juntábamos para ir a jugar al fútbol en la cortada de la calle Patagones al 900, nos veíamos a menudo. Cada vez que le pagaban el sueldo en la rotisería, pasaba por mi casa y le dejaba el sobre a mi vieja, diciéndole “Luis ya sabe…” El tema era, que si iba con el sueldo a su casa, los dos hermanos mayores le sacaban la plata, pues ninguno de los dos, tenía un trabajo conocido. Así que cada semana venía a casa y se llevaba algún peso para darle a la madre y también para él. En definitiva yo venía a ser su administrador.

Al otro día, al atardecer, pasé por la rotisería, como había quedado con mi amigo, y este tenía preparada en la heladera, una flor de picada, que no me permitió que le pagara y cuando le dije que iba a ver otras, me dijo que en la próxima veríamos. Pase por el almacén-vinería “La Superiora”, compré el litro de vino tinto y me mandé para el cabaret. Cuando llegué estaba cerrado, fui a ver el programa del Teatro Solís y crucé para ver las monturas en la talabartería de enfrente. Hice tiempo. Algunas chicas ya estaban en la puerta cuando llegó Pedro, yo me hice el oso y esperé un rato más, para darle tiempo a las chicas a que se cambiaran y luego entré, puse el vino en la mesa donde estaban ellas y antes que abrieran el paquete con la picada, ya me había agarrado una y comenzó a enseñarme a bailar.

Cuando Pedro se enteró de lo que había hecho casi me mata, pero ya que veía que yo quería aprender a bailar, le dijo a las mujeres que me enseñaran, porque sino las rajaba, y que no me explotaran pidiendo semejante picada que era para un ejército y no para cuatro feas. Y como yo intercediera, aflojó un poco y estableció que me tenían que enseñar tres veces por semana y que yo llevaría una picada por semana. Así que con este acuerdo me iba los martes, jueves y sábados a aprender y llevaba la picada y el vino, los días martes. Así aprendí varios pasos, a marcar los pasos a la mujer, ochos para adelante y para atrás, corridas hacia delante y atrás y a terminar los tangos con una sentadita.

Cuando cumplí dieciocho años, comencé a ir a la milonga todos los sábados y domingos. Iba a bailar al salón Mariano Moreno que quedaba en la calle Santiago del Estero a media cuadra de Av. San Juan, a la Federación de Sociedades Gallegas de la calle Chacabuco, o al Casal de Catalunya. Hubo veces, que he ido a bailar a una milonga pesada que se llamaba “El sol del 25”, que estaba en la calle Luis Sáenz Peña cerca de Garay. Otras veces “en barra”, solíamos ir al Palacio del Baile que estaba en el parque Retiro, donde hoy está el hotel Sheraton, y al Palacio de las Flores, Basavilvaso 50, y me acuerdo del número porque lo decía la propaganda: “Basavilvaso 50, 3 pisos, 3 orquestas, tango, folklore y sincopada”. En estos lugares solíamos hacer apuestas de quien bailaba más y el que bailaba menos pagaba la pizza a todos, lo que obligó alguna vez a un amigo que no le gustaba perder y menos pagar, a bailar con una petisa, renga y bizca casi toda la noche porque no había muchas mujeres para bailar.

En una oportunidad, Jorge nos invitó a la quinta del tío para pasar un fin de semana. La quinta en cuestión estaba en el pueblo de Escobar a 50 km. de la capital.
Tomamos el tren en Retiro el sábado de madrugada para volver el domingo a la noche.
Como nos aburríamos en la quinta y en la estación habíamos leído un cartel de baile: tango y folklore el sábado a la noche, nos pusimos de acuerdo para ir. Éramos cinco:
Enrique y Pepe Aguirre, los dos sabían bailar folklore, Jorge, Mingo y yo.
Llegamos al bailongo después de caminar como 20 cuadras de campo. La pista de alisado de cemento, era al aire libre y cuando entramos estaban bailando folklore y en el zapateo levantaban bastante polvo. Enrique y Pepe no se animaban a salir a bailar.
Estuvimos mirando hasta que se terminó el folklore. Hubo reemplazo de orquesta, bajo el folklore y subió al escenario un quinteto de tango formado por dos bandoneones, dos violines, y un acordeón a piano. Sonaba más o menos y yo me largué a bailar. La mina que saqué a bailar, lo hacía muy bien y en la mitad del tango comencé a hacer figuras y al finalizar el tango que lo hice con una media quebrada le pedí de bailar otro a lo que ella asintió. Cuando arranqué el segundo tango, apareció en la pista un tipo que estaba en la mesa donde estaba sentada la mina que bailaba conmigo, medio en pedo, con un cuchillo en la mano, la orquesta paró de tocar y el fulano me dijo que me había equivocado al salir a bailar con la fulana que no era para bailar tango, y no sé cuantas macanas más. Acto seguido, largué la mina y encaré al mamado, pero no pude hacerle nada pues Enrique, le tiró agua en la cara y cuando nos íbamos a agarrar a trompadas con varios que aparecieron en la pista, apareció la “cana” y nos sacó de aquel bailongo y nos dijo que nos fuéramos de Escobar, con lo que nos volvimos a la quinta, pues el domingo al mediodía el tío de Jorge iba a hacer un asado.

A los veintiuno, ya había recalado en el centro. Iba a bailar al “pozo” (Sans Suci), en Corrientes entre Pelegrini y Suipacha, enfrente del Teatro “El Nacional”, de martes a viernes a la salida del laburo. El lunes descansaba.

Los sábados y los domingos iba a bailar a cualquier milonga, entre otras:

En Avellaneda, al Club Independiente, a “Leales y pampeanos” en la calle Monseñor Piaggio, al Club Mitre en Sarandí o al Club de los Italianos en la calle Belgrano, cerca de Centenario Uruguayo, en Villa Domínico. En Barracas, al Club Social Barracas y al Club Sportivo Barracas. En Constitución y San Telmo ya los he mencionado, igual que en Retiro. En el centro, podrían ser desde la confitería Montecarlo, Mi Club, la milonga de la calle Alsina, que creo se llamaba el Palacio Alsina, la Casa Suiza donde iban muchos mulatos, Unione y Benebolenza, Salón La Argentina, o el Augusteo. En el Once, a la confitería Marconi, la confitería Okey, o el salón Italia Unita, donde el slogan era: “Italia Unita donde bailan las parejas más bonitas”. Aquí ví bailar a Juan Carlos Copes, como un bailarín más, cuando no era tan conocido como ahora.

En Caballito, al Club Oeste en Juan B. Alberdi, o al Social Rivadavia, en la calle homónima. Un lugar especial era el Club Sportivo Buenos Aires de Gaona esquina Rojas donde se bailaba muy bien, pero a partir de la una de la mañana. De esta manera, se podía ir a otra milonga y si ésta no tenía buen ambiente se podía aterrizar en este lugar. Al “Buenos Aires” he ido dos veces nada más. La primera vez, como las damas, no me conocían, no querían bailar conmigo y me fui después de planchar un largo rato. Pero yo conocía uno de los directivos que solía ir. Averigüé, a través de los mozos cuando iba; me dijeron que el sábado, después de las doce de la noche, con lo que yo estuve en la puerta a las once y treinta. Cuando llegó, le advertí de mi presencia y me preguntó que hacía allí. Le contesté que lo estaba esperando, porque había estado allí y no había podido bailar, a lo que me contestó que volviera después de la una que me iba a presentar una dama para que mostrara mis habilidades, que por mentas él las conocía. Volví después de la una y él le dijo a una señorita que bailara conmigo. Yo salí con ella apenas el tango arrancaba, porque de esa forma las minas que estaban sentadas alrededor de la pista me verían. Bailé un tango con mis mejores figuras y luego bailé toda la noche con varias. Fue la última vez que fui, porque me dije, para minas como estás, yo prefiero las que no tienen pretensiones.

Siguiendo con los lugares que recorría diré: en Flores, al Monumental, Nazca 55, al Club Pedro Echagüe, en la calle Portela, y al Social Flores en la calle Rivadavia (el salón Pángaro). En Floresta, la confitería Mariano Acosta, en Rivadavia y Mariano Acosta. En Villa Luro, al Club Leopardi. En Liniers, a la confitería The Garden, al Club Liniers, y al Club Vélez Sarfield. En Ciudadela, al Club Nolting y al Club Claridad. Y en Ramos Mejía, en el salón de los Bomberos Voluntarios. En Mataderos, al Club Glorias Argentinas y al Club José Hernández . En Villa Devoto, al Club Estudiantes de Buenos Aires. En Villa del Parque al Club Racing, al Club Comunicaciones y al Club Villa del Parque. En Villa Crespo, al Club Villa Malcom. En la Paternal, al Villa Zahores. En Villa Urquiza, al Palacio Guanacache.
En Colegiales, al Palacio Colegiales, donde te palpaban de armas para entrar, cuando en el Club Chacarita Juniors, que estaba a la vuelta, no había ambiente. También he ido a Olivos y a Vicente López, a bailar al Club Lucense y al Club Asturiano.

En Palermo, al Palacio Güemes, donde al final fui habitué. Me hice conocido de los mozos y de muchas damas que siempre iban a recalar allí. Un sábado de aquéllos, apareció el famoso comisario Margaride, con una escolta de varios agentes, cerrando la puerta y dejando a todos adentro. Había traído un ómnibus “Leyland”, donde cabían más de cincuenta personas y comenzó a sacar de a uno y a cargar el ómnibus. Primero se llevó a unas treinta mujeres y unos veinte hombres y mantuvo cerrado el antro, hasta que el ómnibus volvió completamente vacío. Había dejado a todos en la comisaría de Ugarteche y Santa Fe y venía a buscar al resto, no importaba la cantidad de viajes que tuviera que hacer.

En ese momento un mozo amigo, me llevó para adentro, me hizo ascender por una escalera que llevaba a la azotea y allí me dejó junto a otros que ya habían subido. Como yo desconfiara, pues el comisario tenía fama, busqué de pasar a otro techo de otra casa y pasando de techo en techo llegué al techo de chapa de un galpón, que daba por la calle Charcas, y allí me quedé agazapado. Fue una suerte, pues la cana subió a la terraza del salón y se llevó a todos los que estaban allí, además de apuntar con linternas en los techos vecinos, pero como no vieron nada que se moviera, volvieron a bajar. Ya de madrugada, cuando comenzaba a aclarar, volví a la terraza y de ahí bajé al salón del Palacio, y los mozos, me hicieron salir por la puerta, como si fuera uno de ellos, y me contaron, que a todos, hombres y mujeres, se los habían llevado a la comisaría, y que, a los que no tenían documentos los habían dejado adentro. Que el único que me había salvado era yo.

Al final me casé y deje de ir a bailar por completo.