La noche del viernes puse el ordenador pequeño y la bolsa con los zapatos de baile en la canastilla de mi bicicleta y pedaleé hasta Gràcia de buen humor. Me hacía ilusión llevar la milonga de los viernes en el agosto y esperaba encontrarme ahí con mis mejores amigos. Llegué temprano, puse algo de música suave: Amores Tangos, y empecé a preparar el local. Al poco tiempo llegó Gato, con quien trabajaré este mes en la milonga, y pronto hubo que apagar las luces, enceder las velitas y empezar a pasar las primeras tandas, porque la gente llegó bastante temprano.
Qué bonito es esto de estar aprendiendo a poner la música, aunque quiero bailar todas las tandas que he preparado cuidadosamente, pues naturalmente son mis tangos favoritos, pero se complica cuando además hay que estar pendiente de la puerta, me apetece comentar las novedades con mis amigas y hay que desentrañar el misterio de por qué los aires acondicionados no están enfriando lo suficiente (es el calor humano, supongo). Me siento muy agradecida de que haya siempre algún amigo que me ayude a abrir la puerta. Por ejemplo, cuando volví junto a la puerta después de una vertiginosa tanda de vals, Toni acaba de recibir a tres personas que no había visto nunca. Se trataba de un milonguero alemán y una pareja de Lleida que le había hecho el favor de traerlo al Barcelona cuando hacía autoestop a un lado del camino. Se quedaron intrigados por la extraña pasión que lo había hecho viajar a media noche para bailar con desconocidos y le acompañaron un rato a la milonga para ver cómo era ese mundo del tango.
“Esta noche hay magia”, me dijo Juana. Miré la pista llena en el momento preciso cuando termina una pieza y los bailarines se detienen, sonríen todavía abrazados y se separan lentamente. Sí, fue una noche completa y me supo mal anunciar la última tanda, aunque eran quince minutos más tarde de la acostumbrada hora de cierre. ¿Con quién bailar los tangos finales? Los chicos se espabilan, las asistentes miran a su elegidos y hay un revuelo de tablero de ajedrez donde casi todos salen ganando. Después, cuando recogíamos las mesas, todavía quedaba un par de parejas bailando con la música en volumen bajo y fue hermoso ver a los amigos de una milonguera, que nunca habían bailando tango, intentar unos pasos de baile aprovechando los últimos compases de la noche.
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Carmen María Hergos
Lic. En Lengua y Literatura
www.dificildejuglar.com