Historias de tango

Jorge Gómez Monroy

El Tango, el tiempo y yo

Dedicado a Ana Postigo, mi primera maestra de Tango.

¡Dónde estaría yo cuando mis padres escuchaban tangos! Tal vez en mi cuarto, a puertas cerradas, leyendo a Galeano, a Benedetti o a Cortázar. Quizá en el cuartito del fondo, afinando mi batería para el siguiente ensayo del grupo. O escuchando, en mi tocadiscos, el último de Creedence, para tocarlo en la siguiente fiesta de quince.

No sé dónde estaría yo cuando, en mi casa de La Plata, sonaba aquella música tan rara. Lo que sí sé es que, durante toda mi adolescencia y juventud, no fui capaz de detenerme un instante frente al combinado de madera de mis padres, aquel Motorola BGH, y escuchar una letra completa, sólo una, de esos tangos que, en aquella época, me parecían algo antiguo, melancólico y llorón.

No entendía por qué ellos disfrutaban tanto de esa música, de esas letras. No entendía cómo era posible que siguieran emocionándose con las mismas melodías con que se habían conocido veinte o treinta años atrás y que, de pronto, ahora, con las papas fritas en el fuego y la mesa por tender, se pusieran a bailar en el salón como si el mundo no existiera. Estaban rechiflados, pienso que pensaríamos nosotros, de pequeños, mientras los espiábamos desde el comedor. Sería una locura hereditaria, naturalmente transmitida por sus padres en los genes, suponía yo.

¿Cómo podía ser que dos generaciones enteras disfrutaran de la misma música y se emocionaran con las mismas letras? Dónde se ha visto que padres e hijos compartan, durante medio siglo o más, algo tan personal, íntimo y generacional como un estilo de música. O ellos están detenidos en el tiempo —pensaría yo en ese entonces—, o el tango tiene algo raro, algo oculto en sus notas, que lo hace eterno, eternamente moderno.

Hoy, cuando otros veinte o treinta años han transcurrido en mí, años empapados de rock, nacional e importado, de música que llamamos pop y cuyas letras no siempre consigo entender, se me aparece otra vez. Hoy, cuando ya hace rato que la vida es en colores, y el blanco y negro sólo lo dejo para el recuerdo, él llama a mi puerta. Hoy, cuando la pasta y el vinilo y la púa y el pick-up desaparecieron hace décadas, y ahora se llaman iPod, viene el tango y se me cruza, me enfrenta, me provoca, me mira fijamente a los ojos, como queriendo decirme algo.

Creo recordar que no es la primera vez que me busca. En el primer intento utilizó a Piazzola. Con Adiós Nonino consiguió emocionarme casi tanto como los Beatles. Con Libertango, le puso música a mi rebeldía estudiantil. Y con Balada para un loco, me trajo varias veces a Buenos Aires a rodar con la luna por Callao.

A pesar de haber utilizado armas tan poderosas como ésas, con aquel intento no logró atraparme. Sin embargo, ahora siento que consiguió algo mucho más importante que eso. Consiguió que, a pesar de la distancia, cada imagen, cada olor, cada recuerdo de mi país y de mis calles, vinieran siempre a mi memoria con una misma banda sonora: la alegría o la tristeza de un bandoneón.

Tal vez por eso y por algunas cosas más, nunca, a lo largo de los más de veinte años que viví fuera de mi país, conseguí olvidar mis orígenes. Tal vez por eso y por algunas cosas más, hace unos años, muy pocos, el tango decidió viajar a Barcelona con la secreta intención de traerme de una oreja.

No sé exactamente dónde me encontró. No sé si fue en las Ramblas, saliendo del mercado de la Boquería con unos kilos de asado en una mano y unos chorizos criollos en la otra. No sé si fue alguna noche de invierno, en el corazón del Barrio Gótico, cuando los martes hacían tango en el Bar Pastís. No lo sé, tal vez fuera en algún domingo de los últimos, esos domingos de atardeceres melancólicos y poemas escritos con agua de mar. Lo que sí sé es que el tango me volvió a encontrar cuando estaba perdido, a unos diez mil kilómetros de mí. Podría decir que volví por él, pero le estaría mintiendo. Él sabe que volví por mí y sólo por mí. Sabe que volví para recargar mis pilas gastadas. Para llenarme de energía. Para enamorarme otra vez de la vida —o de alguna mujer, no lo sé—, y tal vez, regresar. O no.

Y justo ahora, que había alcanzado el máximo de incertidumbre al que un hombre puede aspirar después de tantas certezas, ahora que la sabiduría de los años me había enseñado a convivir con la duda sin pelearme con ella, sin combatirla, sin insultarla… viene el tango y me secuestra. Me envuelve con sus notas, me ata con sus letras, y me inyecta, lentamente, una pasión para la que no hay antídoto. Afortunadamente.

Pero esta vez, esta vez no se conformó con mis oídos. Esta vez me pidió el alma y también el cuerpo. El alma se la hubiera entregado sin resistencia. ¡Tantas veces la he entregado por amor, que una vez más no le iba a sorprender! Pero el cuerpo, pedirme el cuerpo para bailar, ya es demasiado. Me pregunto para qué querrá el tango un cuerpo tan enorme y tan poco funcional. Un cuerpo golpeado por el rugby, pero mucho más por el tiempo, y al que sólo algunos amores —siempre ex amores—, supieron enternecer y revivir.

Dicen que el tango es paciente y te espera. Yo no sé si a mí me esperó o, por el contrario, me fue tendiendo sutiles emboscadas que yo no quise ver. Lo cierto es que ahora, cada vez que escucho tangos como Poema, Pavadita o Remembranzas, cada vez que, en mis clases o en las milongas que frecuento sin saber por qué, suenan esos acordes que emocionaban a mis padres y antes a mis abuelos y ahora también a mí, empiezo a creer que por dentro de este cuerpo casi de madera, corre una savia que yo desconocía. Una sangre que empieza por irrigarme los pies, haciéndolos mover, sutil e inconscientemente, al ritmo de un bandoneón. Una sangre nueva que me sube por el alma hasta los ojos, y me ordena levantarme como un faro en busca de otros ojos. Una sangre joven que irriga mis manos y las hace salir al encuentro de una espalda de mujer, una espalda suave y generosa, que se deje abrazar y llevar y volar.

No sé dónde estaba yo en los años 70, cuando a los jóvenes se nos secuestró el tango y con él, toda nuestra música. No sé dónde estaba yo cuando levantaban el muro de silencio, que separaría a mi generación de las anteriores. No sé dónde estaba yo cuando hicieron desaparecer de nuestros oídos, las músicas y letras que nos hablaban de nosotros, de lo nuestro, de lo que debíamos defender, no regalar. No sé dónde estaba yo, cuando cerraban las fosas comunes, en las que habían enterrado al tango y la zamba y la chacarera y todo lo que oliera a raíz. O tal vez sí lo sepa, pero no lo quiera recordar.

Lo que sé con certeza es dónde estoy ahora. Dónde están mi cuerpo y mi alma, y viceversa. Y sé que este jueves, como cada jueves desde hace muy pocos y por muchos más, estaré en San Telmo, de cuerpo y alma, y viceversa, escuchando un bandoneón, un violín y una voz, la voz de Anita, diciendo:

—Apoyamos todo el peso en nuestra pierna derecha, escuchamos atentamente la música y… Un, dos, tres.

Jorge Gómez Monroy

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