Como todas las cosas que gustan sobremanera, que apasionan y arrastran irremediablemente, el tango, escuchar y bailar su música, y hasta mirar cómo bailan otros, observar gestos y expresiones, movimientos y cuerpos entrelazados me puede llegar a emocionar tanto que, casi sin darme cuenta, entro en un estado de felicidad que muy pocas cosas, o casi ninguna, me ofrecen de la manera que lo hace el tango. Ni la amistad, ni el amor, ni la familia, ni el trabajo me aportan este derroche de intensas emociones que siento cuando mágicamente me abrazo a un bailarín, sucede a veces pero sucede, y como si fuera un chispazo, el abrazo, los torsos, las manos, las piernas y los corazones palpitan juntos. Todavía me maravilla constatar que sin apenas mediar palabra alguna, dos cuerpos puedan llegar a compenetrarse tan bien. Hace muy pocos días un tanguero de pro me dijo que para él, el tango era lo único con lo que se sentía totalmente libre. Aún me ronda este bello pensamiento.